25 de agosto de 2010

Feos en apuros


Hay gente que dice que tener canas es un rasgo distinguido o que ser calvo o tener la nariz puntiaguda puede llegar a ser sexy. Yo creo que eso sólo se dice cuando tu interlocutor, que además es tu jefe,  tiene canas, le brilla la calva o tiene una nariz pronunciada, pero puedo llegar a entender que se pueda ser atractivo pese a estos defectos. Eso sí, ser feo es una putada, no jodamos.  

Mucha gente es poco atractiva por su sobrepeso, algunos son gruesos por vocación y otros lo son por nula capacidad de esfuerzo. Los primeros, conscientes de los pros y los contras, cambian el poder ir en agosto en bañador y el tener relaciones sexuales con turistas eslovacas por chuletones, chocolate y maravillosa comida basura. Muy respetable. Los segundos se limitan a decir que son de constitución gruesa porque su abuela pesaba 150 kilos con nueve años y su hermano, además de mongolo, tiene cara de empanada. En Mauthausen y en los gulags soviéticos, que se haya probado,  no se encontró jamás a ninguna persona con tendencia a engordar. Pero no me quiero referir a esta gente, ellos pueden ponerse a dieta y alimentarse de zanahorias durante un par de meses. Me refiero a esa gente que no puede ponerle remedio a sus orejas de veinte centímetros o a su cara de monazo.

Ser poco agraciado no era un verdadero problema hasta la segunda mitad del siglo XX. En una sociedad rural y pobre, las ventajas de la gente guapa se reducían a poder ser actor de revista. En las aldeas se lograba solventar, de formas muy distintas, el ser un tipo repugnante. Podías tener la suerte de que hubieran doce chicas para cuatro chicos, con lo que obligabas a las ocho restantes ha decidirse por ti o por dar clases de catequesis a los chavales, a sus tirachinas y a sus pantalones cortos. O peor, ir a las asépticas excursiones de la parroquia hasta el fin de sus días. También podía haber una chica lesbiana que consciente de las injusticias con las que, por aquel entonces, se debían topar los homosexuales, decidiera buscarse un marido y le diera igual que este fuera guapo o feo, mientras no roncara. Otra opción, mi favorita, era que tus padres concertaran un matrimonio de conveniencia. Bendita solución.

Siendo varón ser feo tampoco te obligaba a tener que ser una persona recta y firme en valores y podías decidir no casarte. Siempre estaría esa figura, casi desaparecida, que era la bizca de pueblo, esa chica que nunca tendría problemas en pasar una noche épica apartando en el establo a los gorrinos y a las ovejas. La España rural, el paraíso de los poco agraciados.

Que los pueblos eran el Olimpo de los feos, es evidente, pero la gente adinerada, noble o con estudios, también disponía de recursos ilimitados. En España reinó durante dos siglos la dinastía más desagradable a la vista de la historia, principalmente Felipe IV y Carlos II, y nadie se reía de ellos. Ahora gobiernan los Borbones, que son todos guapos y altos, y no consiguen ser respetados. O que decir de la duquesa de Alba, que es dueña de medio Al-Andalus  y, sin embargo, se le ha llegado a diseñar un guiñol y todo el país sabe imitar su desagradable timbre de voz. No hacía falta tampoco ser descendiente de victoriosos generales de las campañas de Flandes para ser respetado y tener a una mujer maravillosa. Bastaba con tener dinero. Eras un adinerado comerciante de Valladolid le rondabas un par de semanas a una joven o directamente, si no tenias escrúpulos, le ibas a su padre con el dinero por delante y familia numerosa.

A esta gente estoy convencido de que se le terminó su edén por culpa del puto cine moderno. Los papeles de pobres sensibles y guapos como el de Jack Dawson en Titanic les jodieron su existencia.  Nunca saldrá Danny DeVito de protagonista de una película de amor. Y eso que besa muy bien.

En los pueblos muy pequeños, sin embargo, aunque no son ya frecuentes los matrimonios de conveniencia, si que sigue dándose el caso de que haya cuatro tipos para catorce hembras. Jóvenes que soñáis con vivir en la City de Londres, en Manhattan, en Montparnasse, renunciar a esa vida que te obliga a hacer esa cosa tan  humillante y cansada que es ligar en discotecas y marchad al interior de provincias como Albacete, Teruel o Cuenca. 




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