10 de febrero de 2011

ciudadano francés

Los franceses son esos seres viles, esclavos de su ego, de sonrisa entrecortada, con cinco dedos índices, traidores por naturaleza y que tienen por antepasados a Judas y a Caín.  Mientras en España se comía lagartijas y ratas, se prohibían películas donde se viera una rodilla femenina y libros que no hablasen de excursiones a Sierra Morena, en Francia: surgía la moda, los automóviles no eran objeto de élites y todos los días miles de españoles escuálidos cruzaban la frontera para ver películas eróticas o trabajar besándole los juanetes a un gabacho. El papel de hermano mayor, que asumió Francia frente a unos españoles que se limitaban a imitar, terminó creando una envidia y un odio que llega hasta nuestros días, incluida mi acomodada generación.

Es cierto, que los franceses nos miran por encima del hombro, pero realmente prefiero esa declaración de intenciones que a los putos suizos. No soporto a la gente neutral. En mi pequeña ciudad costera, cuando venían todos los veranos dos parejas de franceses a unos bungalows con medido jardín y san bernardo holgazán, los oriundos en un acto de valentía apedreábamos sus Renault Laguna y sus Peugeot 406 para vengar lo que nos robó Napoleón. El verano era muy largo y nos terminábamos aburriendo 

Podría haber continuado así mucho tiempo, pero conseguí quitarme el parche de los ojos y darme cuenta de que Francia era el paraíso, Hollywood para un actor de reparto y el Sant Jordi para una orquesta de pueblo. Una noche me replanteé si realmente valía la pena ser español. Trabajaba por aquel entonces en una puta hamburguesería yanqui donde a cambio de no desvelar el origen de la deliciosa carne de vacuno y llevar un gorro horrendo con una luz incandescente, recibía 800 cochinos euros. Mis amigos no me llamaban desde verano alegando que desde que estoy calvo alejo a las mujeres, como si hubiesen ligado alguna vez en sus repugnantes vidas, y desde que recuerdo soporto burlas por mi combativo acné. En definitiva, antes de terminar en los brazos del juego y la bebida vi en Francia el país de las oportunidades, ya que nadie sabe vender una mentira mejor que ellos, y yo por aquel entonces, no era más que una farsa de persona.

Le France nos tiene a todos engañados, son capaces de vendernos un café aguado por cuatro euros y medio, hacernos pensar que una mierda como mayo del 68 sirvió para algo, reescribir su historia haciéndonos creer que los galos pusieron en apuros a los romanos o que tuvieron una actitud heroica en la segunda guerra mundial, donde Hitler tumbó La Línea Maginot con cuatro batallones de amas de casa de Hamburgo.

Por otro lado, Francia es el mundo de las oportunidades, el dorado de los inútiles, un país donde un director obtuso como Jean Pierre Jeunet puede hacer una mierda descomunal como Amelie y ,con una buena banda sonora y un poco de calor, ganarse a la crítica de medio mundo con una protagonista en el borde del retraso mental. Una tierra donde aprovechando las posibilidades de la lengua francesa una criatura del tamaño de una nuez y con una cara de fondo de alcantarilla como Nicolás Sarkozy puede terminar con una mujer como Carla Bruni, situación impensable en mi antigua patria España donde un affaire entre Bonilla y Elsa Pataki no se ve ni cuando el primero es el director del film. También les admiro por negarse a sudar y mandar a la guerra moderna que es el fútbol a congoleños y argelinos para defender el escudo del pollo mientras ellos en su sofá burdeos se ponen gordos a fuá y caracoles.

De vez en cuando, reconozco que me entran tentaciones de volver a ser español y ganas de comprobar si es cierto, eso que dicen los viejos, de que cuando a un francés pseudointelectual le haces participe de una cosa tan española como la patada en los cojones, comienza hablar con acento de Tomelloso.

Por suerte pronto vuelvo a la senda correcta y me doy cuenta del punto ganado que tiene cualquier francés respecto a un español. Por ejemplo, en España la situación de nuestros filósofos es atroz, en cambio si en vez de apellidarse González o Ruano se apellidasen con apellidos que venden más al mercado exterior como Montparnuse o Sabaulen, en España Platón y Descartes serían la Constitución. En la misma línea, los artistas españoles no son inferiores a sus homólogos franceses, pero basta con preguntar en Brighton, Gante o Ulán Bator y comprobar que son mucho más admirados los Dumas, Balzac y Truffaut. Tampoco suena igual el Sena que el Manzanares o la Nouvelle Vague que La Movida.

Por todo ello y con buen criterio por mi parte, actualmente soy ciudadano francés, me llamo Henry, soy frío como un robot, pienso que la modestia es el orgullo de los mediocres y me puedo tirar todos los pedos que quiera porque pedo en francés es pet y suena muy fino.

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