5 de noviembre de 2009

dolor

Mi padre tenía una empresa de despertadores que permitió a mi familia vivir con grandes comodidades durante mi infancia: viajes a Biarritz, desayuno continental, cagar en la vajilla de plata para hacernos los finos y tener de ama de llaves a la infanta. Escuché en la radio el otro día que nos reprochaba el hecho de que mi abuelo le tocara el culo, muy pronto se olvida de los viajes que le pagábamos a Montanejos por todo lo alto y de las dos veces por trimestre que le dejábamos comer con cuchillo y tenedor.

Lo cierto es que aquella etapa de esplendor pasó y mi padre cerró la empresa que su tatarabuelo abrió cuando Napoleón visitó Castellón buscando una explanada para jugar con su colega Murat al Pin-pong. La causa del adiós al mundo burgués de mi niñez fueron los móviles con alarma para los que los elaborados despertadores no fueron ninguna competencia. Yo educado en el a,e,i,o,u de John Wayne que consiste en que si destruye tu poblado una banda de 200 muchachos debes inmediatamente salir del salón oliendo a hombre, subir a un viejo caballo que está hasta la polla de ti y con los huevos como bandera terminar con ellos repartiendo leches como panes, no pude hacer otra cosa que contraatacar con la tecnología que había condenado a vivir con estrecheces a los míos. Así fue como comencé a vender cientos de despertadores por internet y mi situación económica mejoró considerablemente.

Era sin duda, lo que los homeless de Missouri llaman un negocio borracho, lo que provocó que las mujeres sólo me quisiesen por mi dinero, pero siéndoles sincero tampoco me importaba demasiado. Sólo una pequeña duda ponía en jaque a mi pequeña cabeza, no terminaba de entender la razón por la que todos los despertadores los adquiría un tal B.W. con lo que poco a poco la curiosidad fue ganando terreno hasta que no tuve más remedio que hacerle una llamada, llamada a la que mi interlocutor respondió que el jueves 19 estaría en el bar de La Maricarmen donde como posteriormente me reconoció hacen los mejores bocadillos de calamares.

Allí me presenté yo con la idea de apuñalar por la espalda a mi curiosidad y por fin dejarla de lado, cuando en la última mesa junto a una máquina tragaperras con un heroinómano haciendo sonidos extraños se encontraba B.W. Con sumo cuidado me enseñó su documentación y pude darme cuenta que debajo de una gorra de los Mets, un pañuelo, un skate lisiado y un piercing en la nariz se encontraba el puto Bruce Willis. Nos terminamos los bocadillos, Bruce le pagó en amenazas y nos fuimos a la casa de la montaña que aún conservo de la etapa de esplendor de la por mi entonces boyante familia. Le ofrecí ducharse pero dijo que eso era de comunistas, se quitó la ropa de delincuente de Baltimore y se puso su traje de John Mcclane, tengo que reconocer que le quedaba de puta madre, pero emigró mi risa cuando me di cuenta de que el muy hijo de puta se creía realmente que era un policía de Nueva York con unas pelotas gigantescas.

Conversamos durante toda la noche y me explicó que había venido a España porque Estados Unidos está lleno de rusos y albanokosobares, gobierna un tipo muy moreno, la vida aquí es barata por ser un país tercermundista y sobre todo porque tenemos frontera con China que era el país que tenía en mente invadir. Me dijo que le tenía mucha rabia a los chinorris y que mataba un vegetariano por cada programa de Humor amarillo. Me comunicó la tragedia de que al embajador norteamericano en China le habían cerrado el Mcdonald de su barrio con lo que se veía obligado a sobrevivir a base de comida local: bambú, setas rojas y orto de rinoceronte, motivo suficiente para que Bruce fuera enviado a poner un poco de orden.

Quería invadir China él sólo y le comenté que tal vez era un poco arriesgado, con lo que nos dispusimos a crear un plan para encontrar gente a la que sumar a la causa. Reclutamos hombres en lugares muy exclusivos: clubs de carretera, recreativos, veladas de boxeo y cabinas de sex-shops, en definitiva representantes todos de la imperfección humana. Una vez seleccionada la gente para la misión destrozamos por orden de Bruce un gimnasio de la tercera edad con la idea de robar los trajes de karateka tan necesarios para pasar desapercibidos en China y le robamos un Renault Megane a un sordo con la excusa de que podía ser terrorista.

No os voy a engañar el viaje a crol hasta Pekín se nos hizo un poco largo, pero para que Bruce no nos volviese a contar la historia de que subió veinte veces seguidas el Kilimanjaro con un compatriota en el hombro y unas hemorroides luchadoras, decidimos no quejarnos. Mis compañeros y yo fallecimos enseguida al ver un buffet chino cojonudo, entrar pensando en arruinarlo y salir con un certero disparo en la sesera, pero el bastardo de Willis destrozó toda la flota aérea enemiga con un tirachinas y varias volteretas innecesarias perdiendo más de cinco litros de sangre. Salvó la vida gracias a una rubia espectacular que por casualidad pasaba por allí y una vez recuperado convirtió la República Popular China en el país menos poblado de la tierra quedando tan sólo el embajador americano, un Mccdonals de tres plantas, una bolera y un hindú enclenque sirviendo hamburguesas. Eso sí, la misión había sido todo un éxito y Mao es actualmente el nombre de un parque de atracciones de San Diego.


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