18 de marzo de 2010

médicos y astronautas


De niño fantaseaba con echarme el equipo a la espalda, adelantarme a Baresi en el área y marcar de cabeza un gol que valiese una Copa del Mundo. Declinaron mi propuesta el Inter de Milán y el Bayer de Beckenbauer por mi tendencia a engordar y el ataque sin cuartel contra mis piernas planeado por un despreciable bulldog.

Pasado un tiempo deambuló por mi castigada mente, la idea de ser uno de esos mitos de la música que llenan estadios de fútbol americano y sus incondicionales le siguen desde todos los rincones del globo con banderas: noruegas, uruguayas, croatas y de la vieja Sajonia. Esta posibilidad también se truncó, cuando vi llegar al cabezón de mi vecino con una guitarra eléctrica para el inútil de su hijo, siempre he odiado a ese chaval y al ver su cara de satisfacción subido en el escenario de un puto pub lleno de barro, Nestea en botellas de Jack Daniels y putas gritando su nombre, me dio tanta rabia que no pude imaginarme compartiendo profesión con semejante gilipollas.

Soy extremista en todo lo que hago y eso me limita. La primavera pasada sin ir más lejos disparé mi Magnum contra un vendedor de castañas que me había dado mal el cambio, veinticuatro creo que fueron las puñaladas que le clave en el abdomen y unas treinta y nueve las veces que una vez rendido en el suelo, me reí de su ridículo atuendo. Todo esto justo veinte minutos antes de: alimentar a mi gato, ordenar mi colección de cromos de Star Trek y enviar miles de dólares para los niños de Guatemala. No tengo término medio en mi día a día, pero mi cara es tan vulgar como la bota de vino y la tortilla de pasas.
Me hubiese gustado ser jodidamente feo como Gabino Diego, al que todo el mundo cae simpático por la lástima que provoca su cara, o ser un Brad Pitt al que odia todo buen gárrulo, por ser el póster favorito de la uniceja de su novia y al que los críticos desprecian siendo un actor cojonudo, simplemente por ser más alto y más rubio que ellos.

Cuando me empezó a salir aquel horrible mostacho acompañado por esos granos tan poco eróticos y esa voz de jugador irlandés de rugby que tanto me acomplejaba, cambié mi planteamiento inicial, pero continuaba interesándome por el cine. Pensé en ser director, todo hacia indicar que iba por buen camino para convertirme en un gordo adorable con barba y miopía, tres requisitos básicos para ser director de cine español. Así que mis films con sexo entre hermanos, violencia injustificada y humor de feriante podrían tener buena acogida. Finalmente me eché atrás porque esa senda probablemente me llevaría a toparme con Jesús Bonilla, por el cual como saben, solo siento un sincero desprecio.

Incitado por mi amigo Julián que siempre me decía que tenía mucha imaginación creando de la nada excusas con las que librarme de los abdominales y las pruebas absurdas de velocidad con las que convivíamos en las clases de gimnasia del señor López, sargento de la guardia civil y completo hijo de puta en su tiempo libre, pensé en convertirme en escritor. Lo cierto es que me atraía mucho este mundo: tertulias en cafés literarios en los que se termina hablando de falos, Brooklyn, amigos esquizofrénicos, vivir dentro de un lúgubre apartamento agazapado en una ciudad con millones de orientales, whisky escocés, mujeres, columnas semanales en el Financials Times, más whisky y una ajetreada vida nocturna.

Todo parecía fantástico, pero no soporté la idea de salir en la fotografía de mis libros intentando no parecer humano: manos en la barbilla, gafas sin graduación, mirada al infinito, ojos achinados para parecer inteligente y fondo que invita a la meditación. Como me divertiría ver la cara de García Márquez masturbándose con fotografías de Sophia Loren o la de Edgar Allan Poe comiendo magdalenas de limón mientras disfruta con una película de serie B.

La verdad es que nunca he tenido mucha personalidad, tampoco las ideas muy claras como pueden ver. Mi profesora de matemáticas del instituto decía que nunca llegaría a nada, tal vez estuviera en lo cierto, pero por el momento su hijo pesa cuarenta y cinco kilos, tiene un ojo de cristal y lo mas cerca que ha estado de un Aston Martin es para limpiarlo con un estropajo usado en los semáforos donde trabaja para una mafia polaca.

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