2 de febrero de 2009

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Se compró el Washington Post, abrió la bolsa dispuesto a comerse un energético sándwich de queso, le esperaba una mañana de puertos de segunda y esfuerzos sobrehumanos.
Improvisadamente, había alquilado una bicicleta en la tienda de un expresidiario, con el único objetivo de emular a Perico Delgado y mover sus piernas compañeras de la grasa y el desorden. De pronto paso Matilde, con un abrigo largo y unos zapatos hungaros. Tom se le quedo mirando, dudando entre pasar de largo, inventarse que había triunfado en la vida o esperar a que ella le dedicara una hipócrita sonrisa. Finalmente, decidió detenerla con un tímido gesto y le ofreció: una silla, un capuchino y unas galletas insípidas, todo parecía distinto a la última vez, pero bastaron cuatro ridículos minutos para captar su cara de desprecio y su certeza de que continuaba siendo el mismo crío sin personalidad, del que se debía esperar menos que de un nadador en el desierto o de Gabino Diego en el campeonato yanqui de halterofilia.

Matilde era tan vulgar como los castigados pies del que les habla, no tenía: la inteligencia para entrar en la Nasa, ni la mirada de Ingrid Bergman, ni mucho menos la suficiente experiencia en la vida, como para saber que camino escoger en cada momento, pero disimulaba tan bien, que irremediablemente nuestro frágil amigo volvió a sentir una cierta atracción infantil hacia ella. Se dejó engañar, falto a su promesa de que nunca más permitiría que le tomasen por idiota o le mirasen por encima del hombro como a un bufón de la corte de los Austrias. Volvió a caer con todo el ejército de alabarderos en primera línea y esta vez la reconquista iba ser dura, mucho más dura que tras aquel seco disparo en la nuca.

1 comentario:

Albertigues dijo...

No he entendido nada, pero como te he dicho seguire tu blog, por el blog o una cita de un libro, o que te ha dejado la novia o algo, lo de Resines me lo lei pero no me acordaba.