El Infierno se ha
utilizado desde hace siglos como acicate para que los humanos intentemos tener
una vida sin errores, una inapetente existencia con la que esquivar el fuego y
conseguir un billete para ese todo incluido en Hawái al que llamamos Cielo. Yo
nunca creí en ello, pensaba que eran habladurías de mi abuela, así que no dudé en hacer cosas terribles:
maltrataba a mis padres, me enganché a la heroína, me apunté a capoeira… A los
25 años me morí y Lucifer me llamó al teléfono de casa para decirme que me
esperaba en el Infierno. Era todo tan extrañó que ni me asusté.
Me envío una ubicación
y allí fui. Las puertas del Infierno estaban en Totana, Murcia. Debería haberlo
imaginado. Un hombre con la cara desfigurada puso en mi mano las llaves y me
dio el uniforme del Inframundo:
un chándal Kappa del Real Valladolid, temporada 96-97.
Al cruzar
aquel portón, ya sabía que no me esperaba Caronte, el barquero que en la
mitología griega conduce a las almas, pero no podía imaginar que lo haría
Jacinto, el conserje de mi instituto. Esos gritos, ese palillo siempre colocado
estratégicamente entre los molares y los premolares, esa camiseta de tirantes
llena de manchas…el mamón seguía siendo tan cordial como un gato dentro de un
saco y esta vez no había valla que saltar. Acto seguido me cogió del cuello,
como tantas veces quiso hacer cuando tenía quince años, y después de organizar
un baile entre sus nudillos y mi cara, recuerdo que abrió una puerta y me tiró
al suelo. Acababa de
entrar en el Purgatorio.
Pronto supe
de qué iba aquello: Atado de pies y manos te obligaban a ver cómo dos coreanos
ebrios cantaban canciones ininteligibles en un karaoke. Esa era mi condena,
posiblemente, para toda la eternidad. Pasaron los días, los meses…nadie
gritaba, nadie se quejaba, éramos tan dóciles como un condenado a muerte.
Llegaba un momento en el que la esperanza era tan insignificante que ni
siquiera nos frustrábamos. A los dos años y medio pararon la música y una voz
dijo mi nombre. Eran varios guardias, entre ellos Jacinto, que me susurró que el Diablo me veía preparado para dar el paso.
Me taparon
los ojos para que no conociera el camino y me los destaparon en un despacho más
hortera que el de cualquier jefe de Las Maras. Al ver mi cara de psiconauta,
Jacinto se debió apiadar de mí y me dio tres consejos: hazle la pelota, dile
que sí a todo y bajo ningún concepto digas que Sergio Dalma te parece una
mierda de cantante. Sin fuerzas para dar las gracias a ese desequilibrado
mental, me senté en el despacho a esperar mi cita con Satanás. A las tres horas
unos dedos largos y escuálidos me acariciaron la cabeza, mi cita con uno de los grandes misterios de la
humanidad había comenzado.
Como nunca
imaginé al Maligno con cuatro cabezas, ni escupiendo fuego, ni hablando en
arameo, no me sorprendieron demasiado sus pintas de prejubilado de la Caja
Rural de Burriana: Bajito, gordote y con muy poco ocio en su vida. Andando
junto a él vi a una chica vegana a la que una abuela con varios dientes de oro
le gritaba al oído que se comiera un ternasco, a un profesional del marketing
al que un boxeador georgiano golpeaba cada vez que decía: stakeholders,
networking o brainstorming y a un esnob de los que se creen Neruda por no tener
tele en casa, atado frente a un Sony de 40 pulgadas que solo emitía sketches de
Arévalo. Al Diablo no le hizo falta explicarme que cada condenado tiene un Infierno pensado exclusivamente
para él.
Continuamos
andando en silencio durante varias horas, hasta que todavía desconozco cómo,
noté que había llegado el momento, mi momento. Un humo blanco comenzó a
expandirse delante nuestro dejándonos completamente ciegos. Parecido al que
utilizaban en ‘Lluvia de Estrellas’ pero sin un cateto vestido de Elvis. Al
recobrar la vista el Diablo había desaparecido y la criatura más terrorífica y
espeluznante del Universo se acercaba enérgicamente hacía mí: un runner. Un tipo de 1,90 de
estatura, con cinta blanca en el pelo, pantalones cortos de tenista de los
ochenta, cara de David Hasselhoff y sonrisa inquebrantable. Ese hijo de puta
decía que era mi entrenador personal. Debía pasar el resto de mi existencia en
un recoveco del Infierno compuesto por una pista de atletismo y el soplapollas
más grande que podáis imaginar. De saber que mis pecados me llevarían a esto,
me hubiese hecho cartujo.
El personal trainer, en inglés da
todavía más grima, me dijo que debía bajar quince kilos, como si una vez muerto
me pudiese dar un ataque al corazón, y me comentó que había mucho “working” que
hacer conmigo. Terminé aceptando el pasarme 12 horas del día haciendo ejercicio
y hasta el comer nueces y una cosa horrible que se llama brócoli, pero había
algo que no conseguía soportar: Sus frases
motivadoras. Ridiculeces del tipo: “Ganar no significa
conseguir el primer lugar, significa dar lo mejor de ti mismo”, “tu cuerpo es
una escultura y tú eres el artista” o “no se fracasa hasta que se deja de
intentar”. Día tras día lo mismo. En esos momentos me imaginaba retándole a un
duelo a cara de perro y pegándole una paliza que le callara para siempre, pero
finalmente, el día en que no pude más, le maté durante las ocho horas en que
dormía, ni una más ni una menos. Cobarde hasta en el Infierno.
Volvieron a
decir mi nombre. Volvió a salir el humo blanco. Volvía a estar en el despacho
del Diablo. Una vez allí, lejos de increparme, fue muy diplomático y después de
invitarme a una copa de vodka Knevep, hasta ahí llega Mercadona, me comenzó a
resolver alguna de las dudas que más me inquietaban: qué opinaba de la pelí del
‘Exorcista’, dónde tenía a Hitler o por qué se aparecía en la habitación de
Juana de Arco pudiendo hacerlo en la de Beyoncé. Pronto creamos una complicidad que le permitió
sincerarse conmigo. Me dijo que los primeros diez mil años, en
su juventud, disfrutaba con su trabajo creando y expandiendo el terror, pero
que ahora se sentía triste, cansado y sin ideas. Que ni siquiera saboreaba
momentos de lucidez como poner de moda la batucada.
Llegó a
derrumbarse cuando comenzó a contarme que debido a su ineficacia los humanos habíamos creado herramientas para jodernos la
vida sin necesitad de ayuda: el tinte de pelo masculino,
Forocoches o la cerveza artesana, entre otras grandes ideas para hacer del
mundo un lugar deplorable. Se puso a llorar escandalosamente, como un niño en
una película clásica doblada, logrando acongojar a un tullido emocional como
yo. Le dije que todo tenía remedio, que debía ponerse en manos de
profesionales. Giró su ordenador hacía mí y me enseñó una cámara de seguridad
que enfocaba a un sótano con más de doscientos psicólogos argentinos. Todos con
cinta aislante en la boca. Le alabé el buen gusto y seguí consolándole. No
paraba de llorar, repetía una y otra vez lo duro que era ser inmortal y no
tener ganas de vivir.
Con la cara
cubierta de lagrimones y tragando mocos de forma bastante ridícula, me confesó
que su naufragio interior comenzó hace setenta y siete años cuando empezó a
descarriarse una criatura a la que despreciaba y temía, un tipo cursi hasta el
hartazgo al que no soportaría ver en el Infierno: Antonio Gala. Me habló de sus
noches en vela imaginando a Gala cerca de él, ataviado con sus horrendos
pañuelitos, recitando sus poemas para seguidoras de telenovelas de época y
dando consejos para vivir un amor sincero. Le entendí perfectamente.
Ayudado por
varios gramos de ayahuasca se me ocurrió un plan para apaciguar su dolor:
recordé lo avanzado de la enfermedad de Gala y me ofrecí a ir Madrid con el
propósito de que el escritor no parara de
hacer cosas buenas en sus últimos días de vida. Satanás aceptó
con las expectativas de un enfermo de leucemia al que le aseguran menos de tres
meses de vida y recurre a un curandero. Después de convencer a Gala para que
hiciese el bien, haciéndole ver que en el infierno se encontraría con Camilo
José Cela tirándose pedos, regresé al Inframundo satisfecho por mi buena
acción.
Me encantó
comprobar que el Diablo estaba exultante, como un hombre que supera una cáncer
terrible cuando ya se iba a dejar vencer. Estaba muy agradecido y se vio en la
obligación moral de recompensarme por todo lo que había hecho por él. Después
de medio minuto de falsa modestia le comenté que quería reencontrarme con una
persona que había sido fundamental en mi vida y sabía que estaba allí, el ser
humano al que mas he querido, el que más me ha ayudado en los malos momentos: José Luis Cantero, “El Fary”.
Accedió bastante extrañado.
Una puerta
se abrió a mi paso. Anduve unos metros y allí estaba él, en la parte del Infierno reservada a los genios.
Fumaba un habano mientras le explicaba a Darwin la importancia del concepto de
la mandanga. Por primera vez en mi vida, supe lo que era la felicidad.