Mi
primo Prudencio siempre fue mi mejor amigo. Un día, después de
despedirse de todo Manzón del Río, porque en los pueblos todos
somos familia, cogió un saco con ropa y se largó a Barcelona.
Aquello fue un drama para mí. Volvió de visita a los siete meses.
Estaba muy cambiado. El tío llevaba ropas llamativas, una barba que
olía a sudor de viejo, unas New Balance rosas y una frase de
Bukowski tatuada en la nuca. Aún así, le abracé. Había esperado
con mucha ansia su regreso. Le hablé de los planes que había
pensado hacer con él durante el tiempo que estuviera en el pueblo.
Durante esos días, a priori insustanciales, nuestras vidas
cambiarían para siempre.
Me
confesó que ya no le divertía matar gallinas a pedradas, ni
siquiera nuestras competiciones a ver quién tiraba la carretilla más
lejos. Que lo que se llevaba ahora es tener inquietudes. Que a él
ahora le gustaba el jazz, el blues, la fotografía y leer. Mi primo,
que desde que es gilipollas, o sea desde siempre, lo único que había
leído era la Guía Marca, ahora decía que le apasionaba leer.
Lamenté no ir armado.
Comenzaba
a ponerme nervioso, cuando me comentó que desde que tenía
inquietudes no paraba de follar: Lituanas, ucranianas, filipinas, de
La Manga del Mar Menor... mi primo, que es tan feo que siempre
terminaba liándose con la bizca del pueblo, no paraba de copular. A
veces, según me dijo, hasta con tías que pronunciaban todas las
letras de una palabra. Me dio rabia. Le acompañé a la ciudad.
Nada
más llegar a la estación de autobuses de Barcelona, o Barna como
decía mi primo, me entraron muchas ganas de almorzar. Le dije de
hacernos un plato de huevos fritos con jamón. Me dijo que no, que no
tengo ni idea, que lo que se lleva ahora es el brunch. El brunch,
para los que no sabéis lo que es, es como un almuerzo pero
costándote tres veces más.
Por
la noche le pedí a Prudencio que me llevara a conocer a su
cuadrilla. Hizo todo lo posible para tenerme alejado de ellos, pero
finalmente accedió. Fuimos al piso de un tal Beto. Allí, se bebía
vino blanco, se utilizaba mucho la palabra bizarro y se escuchaba
música en vinilo. Mi primo no paraba de repetir lo bien que sonaba
la música en un tocadiscos. Parecía razonable. Lo que no me lo
parecía tanto, es que escucharan la música con la tele de fondo y
hablando, con lo que era casi imposible detectar la supremacía de la
música en vinilo, pero supuse que ellos podrían hacerlo de alguna
manera. Me aburría muchísimo. Pronto se pusieron a discutir sobre
temas absurdos, como qué se llevarían a una isla desierta. Beto
dijo: “La invitación a la ejecución” de Nabokov. Me pregunté
si era un actor porno de Los Urales, pero se ve que no. José Manuel
o JM, que era otro despreciable amigo de mi primo, dijo que a la isla
se llevaría su ukelele y a la Natalie Portman de Closer. A mi primo
le bastaba con el olor a lluvia por las mañanas. Todavía desconozco
por qué con esta pregunta todo el mundo se ve obligado a responder
algo creativo. Yo dije que comida y agua. Todos se rieron. Beto dijo
que yo era un asilvestrado. No supe que significaba pero le rompí
las gafas igual.
Habían
agotado mi paciencia. Tras deliberar durante más de dos minutos,
decidí acabar con la vida de mi primo para que mi familia no
sufriera viendo en lo que se había convertido su chaval. Sus
inquietudes, y no yo, serían su verdugo. En un primer momento pensé
en estrangularle mientras dormía, pero pronto se me ocurrió algo
mucho más pedagógico. Le dormí a base de cabezazos, nada de esos
pinchazos modernos de hoy en día, y me lo llevé a Santa Felisa, una
isla horrible entre Perejíl y Algeciras. Le dejé solo en aquel
islote desierto donde ni siquiera había un puto arbusto en el que
colgarse. Su único contacto con la humanidad sería mi amigo
Miroslav, un ex terrorista checheno al que conocí en unas colonias
en Albarracín, Teruel. Le encargué a Miroslav la misión de ir a la
isla dos veces por semana para comer carne del bierzo y espárragos
de Tudela en presencia de mi primo Prudencio. Le dije a mi primo que
no se preocupara, que iba a tener olor a lluvia todas las mañanas.
Volví
tres días después para contemplar mi creación. Mi primo estaba
tirado sobre la arena. Débil. Muy sucio. Muy poco guay. Me cogió de
la mano, y utilizando la última reserva de liquido para llorar, me
dijo que admitía ser un farsante. Una estafa. Un puto fariseo. Me
confesó que seguía escuchando a José Manuel Soto en la intimidad.
Que no quería ir en una incómoda bicicleta existiendo mil
combinaciones de metro. Que odiaba The Artist, pero como era muda y
en blanco y negro, no tenía agallas para criticarla. Que odiaba
tener que llevar una Polaroid habiendo cámaras digitales cojonudas.
El comprar ropa de segunda mano más cara que la de primera. El
rememorar los años 80 sin chutarse heroína. El tener que repetir
que fumaba tabaco de liar porque era más barato, siendo su padre el
que más gorrinos tenía en toda la comarca. Pedía clemencia por
haberse alineado con los poseedores de la verdad. Por haber puesto
maquillaje a su mediocre vida.
Después
de humillarse diseccionando durante largas horas su gran farsa,
intentó hacerme entender las razones que le habían llevado a
convertirse en hipster. Me reveló que él, y la gente como él, se
aprendían tres músicos, tres directores de cine y un par de
escritores, con los que siendo tremendamente feos podían competir en
las discotecas. Que todo era una estrategia para contrarrestar esos
dientes que siempre pierden al Tetris, sus pelos en la parte trasera
de la oreja y su poca agilidad mental a la hora de ligar. Aquel gesto
honró a mi primo, pensé en salvarle la vida, pero Miroslav ya le
había cogido el gusto a eso de comer delante suyo, y claro, no iba a
joder al chaval con lo mal que lo están pasando en su país.
Gracias
a la confesión de mi primo había encontrado la fisura que toda la
sociedad buscaba en la coraza de los hipsters. Podía revelar su
estafa al mundo. Podía dejar Malasaña como Pompeya. Podía
terminar con ellos para siempre. Pero antes, recordé que yo también
era feo. Muy feo. Mis cantantes favoritos pasaron a ser John
Coltrane, Ian Curtis y Edith Piaf. Me comentaron que David Linch,
Yasujiro Ozú y Bergman podían servirme como directores de cine.
Burroughs y Dos Passos, mis escritores de cabecera. Todavía sigo
jugando.
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